El mieloma múltiple, un trastorno maligno condicionado por la proliferación anormal de las células plasmáticas y las inmunoglobulinas que estas producen, se considera la segunda neoplasia hematológica más frecuente.1
Desencadena un fallo de la médula ósea que conduce a anemia, fatiga, pérdida de peso, aumento del riesgo de infección, dolor y fracturas óseas, así como niveles elevados de calcio e insuficiencia renal entre otras.1
Actualmente se reconoce que se presenta de manera más frecuente en pacientes de género masculino, de edad avanzada y de raza negra.1
De acuerdo a los últimos criterios de la International Myeloma Working Group, es posible establecer su diagnóstico ante la presencia de ≥10% de células plasmáticas clonales en médula ósea o un plasmocitoma, además de uno o más eventos definitorios como son daño en los órganos finales (hipercalcemia, insuficiencia renal, anemia o lesiones óseas), ≥60% células plasmáticas clonales en médula ósea, ratio de cadenas ligeras libres en suero ≥100, o más de 1 lesión focal (de 5 mm o más) en la resonancia magnética.1,2
A pesar de que, en los últimos años, con la aparición de nuevos agentes, el tratamiento del mieloma múltiple ha sufrido grandes y esperanzadores avances en cuanto al aumento de la supervivencia, continúa siendo una enfermedad incurable, por lo que tras las remisiones son comunes las recaídas.1,3
Afortunadamente, esta rápida evolución en el tratamiento ha sido también beneficiosa para los pacientes en recaída, en cuyo abordaje se espera que las terapias inmunológicas jueguen un importante papel por sus prometedores efectos.3